Reflexión: ‘Los amantes pasajeros’

domingo, 17 marzo 2013 0

El Almodóvar más desafinado, no termina de encontrar el punto a esta comedia, ligera, imposible, incapaz de ofrecer algo realmente nuevo. No deja de ser un batiburrillo de sus primeras películas, en ocasiones ridículo, y me asalta una duda, o ese humor forma parte del pasado, como Ozores, Pajares y Esteso, o es que el gran Almodóvar ya no es el que era.

Pero no todo es culpa del director. Los actores no conectan con sus personajes. Los latiguillos se tornan postizos, los textos cuesta arriba. Ay, Loles, ay, Carmen, cómo se os echa de menos.

En definitiva: no es divertida. No es entretenida. No es emocionante. No hay magia.

Dicho.

-Roque

1 comentario
  • Karlos
    diciembre 20, 2014

    Sinceramente, creo que el público y la crítica cinematográfica han sido excesivamente duros con esta película. Más que duros, crueles, inmisericordes. Es cierto que no es una de las grandes obras de Almodóvar –tampoco creo que él se propusiese tal cosa, la verdad-, pero, aún tratándose de un título menor, casi una rara avis dentro de su filmografía, no se merece, ni muchísimo menos, todos los palos que le han caído desde su estreno. Y han sido muchos. Siempre he dicho que el cine de Almodóvar, en general, no suele entenderse demasiado bien. Sus películas tienden a ser “analizadas” –atención a las comillas- de manera un tanto morosa, epidérmica, quedándose en lo llamativo o accidental, pero sin ir al grano, a lo realmente importante. Sin embargo, en el caso particular de “Los amantes pasajeros” me da la impresión de que, a diferencia de otras de sus películas más vilipendiadas (entre ellas “Kika” o la magnífica “La mala educación”), que a posteriori también fueron “bendecidas” con análisis más o menos precisos, más o menos exhaustivos (dentro de la superficialidad habitual), hubo desde antes de su estreno, cuando las primeras opiniones de la crítica especializada ya empezaban a circular por la red, un intento bastante poco disimulado de no concederle ni una sola oportunidad. Sorprende tanta unanimidad a la hora de juzgarla, y no lo digo tanto por los comentarios sobre su humor, sus personajes o su casi inexistente argumento, sino por el poco interés mostrado a la hora de extraer algo del jugo que tiene, que es mucho más del que aparenta bajo su formato de comedia ligera y banal, y de ver algo más allá de los chistes pedestres que tanto indignaron a los espectadores. Desde mi punto de vista “Los amantes pasajeros” no es, como se dijo en su momento para echarla por tierra, un retorno infructuoso al Almodóvar de los años 80. Ni siquiera creo que sea un retorno de nada, pues mira sobre todo al presente que nos ha tocado vivir. La década prodigiosa en la que el director comenzó a rodar sus películas (algunos quisieron ver en “Los amantes pasajeros” ecos de “Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón” o “Laberinto de pasiones”, pero nada más lejos de la realidad) es evocada sólo como un triste recuerdo de distensión y libertad que ya no existe. Tanto Almodóvar como su cine han cambiado. Nuestro país también, y mucho, algo de lo que el propio director ha venido quejándose de manera reiterada en varias entrevistas, por lo que sería absurdo intentar retrotraerse a esa época. Tampoco es un intento de “scrawball comedy” como sí lo fue, y con gran éxito, la maravillosa “Mujeres al borde de un ataque de nervios”. Ni siquiera creo que sea una comedia al uso, al menos no lo que el público generalista entiende por comedia, pues carece del tempo adecuado al que este género nos tiene acostumbrados. En realidad “Los amantes pasajeros” es, desde el principio hasta el final, una sátira sobre la sociedad española (no nos quedemos sólo con los elementos más evidentes, tales como la prostituta de lujo que se acuesta con “el número 1” o el banquero corrupto que pone pies en polvorosa). Es decir, una representación totalmente absurda y teatralizada de lo que es España en este momento: un sainete que no tiene ni puñetera gracia, un vodevil disparatado que a fuerza de desvelar todas sus vergüenzas ha conseguido helarnos la sonrisa a más de uno. El letrero cargado de ironía que aparece antes de los títulos de crédito no es en absoluto gratuito: “Todo lo que ocurre en esta PELÍCULA es FICCIÓN y no guarda ninguna relación con la REALIDAD” Primer punto de atención de por dónde van a ir los tiros de Almodóvar. Es una película de ficción, sí, y deliberadamente irreal además, desde su estética pop, sus personajes estereotipados –puras caricaturas, de hecho- y sus diferentes situaciones, pero nos está hablando, desde la metáfora y la representación, de la realidad social y política españolas. Para ello Almodóvar no sólo engloba dentro de su película diferentes subgéneros cómicos teatrales que han formado parte de la comedia satírica y contestataria de nuestro país (tenemos el sainete, la astracanada, el vodevil –con sus derivaciones hacia el burlesque o, sobre todo, el cabaret-, la comedia de figurón…), sino que también toma como base y referencia principal la comedia dionisíaca, el origen de la comedia como género teatral. Fue en el siglo V a. C, en las festividades de culto a Dionisio (dios griego del vino, el desenfreno, la bacanal y el éxtasis), donde nació esa comedia primigenia que se basaba en piezas cómicas improvisadas que pretendían ridiculizar las costumbres de la época -especialmente las de las clases dirigentes- mediante un lenguaje vulgar, cargado de referencias sexuales y escatológicas. Las comedias, auténticas carnavaladas que bastante tiempo después empezaron a estructurarse por escrito, eran representadas por los coros fálicos (el falo masculino era uno de los símbolos de las festividades en honor a Dionisio pues en época de vendimia representaba la fecundidad y las fuerzas de la Naturaleza) y en ellas los autores y los actores criticaban a la sociedad del momento. Es inevitable distinguir elementos convenientemente actualizados del espíritu de la comedia dionisíaca en “Los amantes pasajeros”: el alcohol que corre desde el principio hasta el final, las drogas que sirven para “distraer” a los pasajeros, la orgía en la que se enfrascan casi todos los personajes, el lenguaje de alto contenido sexual, el falo como símbolo (sí, de ahí que se hable tanto de pollas y mamadas y no se escatimen planos detalle de erecciones más que sugerentes), el tono de aparente improvisación de la historia –pero sólo aparentemente, pues no hay nada dejado al azar- y, por supuesto, el coro: Joserra, Fajas y Ulloa. Los tres azafatos representan al coro de la comedia antigua y, como tal, son los que vertebran toda la acción desde el principio de la película. Eso es, entre otras muchas cosas, “Los amantes pasajeros”: la comedia dionisíaca pasada por el filtro de Pedro Almodóvar y aderezada con algunos elementos característicos de la comedia popular española. Pero este conjunto de referentes no deben distraernos, más bien al contrario, del objetivo real de la película, que no es el de la evasión, el entretenimiento y la búsqueda de la risa fácil, sino el de la crítica social, la mirada ácida, paródica y salvaje sobre una realidad cada vez más amarga que forzosamente ha de ser cuestionada por el espectador. Desde mi punto de vista en “Los amantes pasajeros” la crítica social y política se abre por varios frentes, a través de diferentes niveles de discurso, algunos más o menos evidentes, y otros mucho más sutiles que obligan a echar más de un vistazo a una película cuya supuesta superficialidad y ligereza es, repito, sólo aparente, como simples apariencias de cara a la galería son las vidas de ese conjunto de personajes esperpénticos que viajan en la clase business de la compañía Península (adúlteros, alcohólicos, drogadictos, chantajistas, corruptos, estafadores, ladrones, traficantes de droga, asesinos a sueldo…). Voy a empezar hablando de lo que para mí es una de las mayores críticas que Almodóvar hace a la sociedad española: la progresiva vulgarización que la caracteriza y la ha caracterizado desde hace años (vulgarización que, dicho sea de paso, puede entenderse de varias maneras distintas) ¿Y cómo lo hace? De una manera de lo más inteligente: a través de la representación del humor más característico de la comedia popular típicamente española. O, dicho de otra manera: dime de qué te ríes y te diré cómo eres. Aparte de introducir algunos elementos típicos de subgéneros como, por poner sólo dos ejemplos, el sainete o la astracanada (teatralización de la realidad, falsillas sentimentales, situaciones disparatadas o juegos toscos de palabras –esa llamada/mamada que tanto daño ha hecho-) Almodóvar elabora un discurso metalingüístico que intenta hablar de la comedia española popular como representativa de determinada realidad social. Desde su estreno la crítica y el público se ensañaron con el humor de la película. Fueron tantas las críticas al tipo de chistes o sketch de “Los amantes pasajeros” que, más que señalar como horrendo el humor de la película, poco inspirado, sin gracia, incluso ofensivo según el caso, se llegó a decir que prácticamente carecía de él. Y en mi opinión es totalmente cierto. “Los amantes pasajeros” no tiene un humor propiamente dicho. Tiene, como ya he apuntado, una representación de determinado tipo de humor: el de andaluces (¿a nadie le chocó el exagerado acento, forzado incluso en el caso de un andaluz como Antonio Banderas, de los operarios del aeropuerto?), el de maricas (el coro de azafatos que parecen sacados de “Perdona, bonita, pero Lucas me quería a mí” o “No desearás al vecino del quinto”), el de marujas (Carmen Machi, para variar, haciendo de portera cotilla), el de retrasados (Lola Dueñas explicando que viaja a México para encontrarse con unos narcotraficantes muy “simpáticos” que, supuestamente, le van a ayudar a dar con el paradero de unos españoles de los que nada se sabe. Evidentemente los narcotraficantes los han asesinado y quieren acabar también con su vida para que no los descubra, algo de lo que la inocente muchacha, en su estrechez intelectual, parece no darse cuenta), el de gordos (Fajas –el nombre se las trae- y sus problemas para abrocharse el chaleco salvavidas), el de feos (Fajas y su flequillo ridículo enfadado porque nunca consigue follar con nadie), el de tarados (Fajas otra vez con sus tics nerviosos y su obsesión con el recién casado que, según él, le giña un ojo cada vez que lo ve), el de sudacas (“Los sudacas creéis que todo se arregla matando” le dice uno de los pilotos al sicario mexicano), el de guarradas, etc. Basta echar una rápida ojeada al tipo de humor que siempre ha triunfado y triunfa en este país para darse cuenta de que lo que hace Almodóvar es desnudar ese tipo de comedia vulgar, muchas veces (mal) inspirada en la renovación del género que supusieron sus propias películas en la década de los 80 (la comedia española de los últimos 30 años no se entendería sin la influencia del cine almodovariano), para retratar a través de ella a una España empobrecida económica, moral e intelectualmente, de cutrez endémica, anegada por la corrupción, que sigue carcajeándose con las ocurrencias de «Martes y 13» (la escena de Norma hablando por teléfono con su asistente está claramente inspirada en uno de sus sketch más famosos y que más escuela han creado), Los Morancos, la saga de «Torrente» o teleseries como «Aída», “Aquí no hay quien viva” o “La que se avecina” ¿Es vulgar? Cierto, lo es. Y si entendemos que la película es una metáfora de este país de pandereta (es evidente que la compañía aérea se llama Península –lo de Ibérica se sobreentiende- porque ese avión averiado que huele a muerte y que da vueltas y vueltas sin saber dónde y cómo aterrizará representa la España actual), ahí está el quid de la cuestión, precisamente “¡Bienvenidos a España!”, parece decirnos Almodóvar cuando su cámara se introduce por uno de los motores del avión para, después de una breve introducción, y tal y como se hacía antiguamente, dar paso al coro y a sus personajes principales. De todos modos la película, trufada de metáforas y diferentes niveles de lectura, no se queda sólo ahí. En realidad ése es simplemente el punto de partida. Pero hay mucho más. También podemos entender que “Los amantes pasajeros” es, desde su procacidad y descaro, una bofetada a mano abierta a esta sociedad que, en pleno siglo XXI, y siempre según palabras de Almodóvar, cada vez se muestra más conservadora y mojigata, hasta el punto de preguntarse el director si actualmente podría estrenar alguna de las películas que realizó en esa década de los 80 que ahora mira con nostalgia. Otra crítica bastante recurrente, y que vuelve a tener su razón de ser, pese a no comprender las intenciones reales que anidan detrás de la película, es que “Los amantes pasajeros” no tiene argumento ni personajes. La historia apenas se desarrolla y los diferentes caracteres que nos presenta Almodóvar, además de estereotipados, no tienen apenas profundidad y sus conflictos particulares terminan importando más bien poco. Todo esto vuelve a ser cierto (de hecho los posibles momentos de clímax dramático se resuelven de la manera más sencilla posible: basta mirar la escena en la que se desvela la verdadera personalidad del pasajero mexicano), pero de lo que muchos no parecen percatarse es de que esos personajes no son más que elementos constitutivos de la sátira, simples marionetas de las que se sirve el director para representar en su teatrillo desvergonzado el estado de las cosas ¿Cómo podríamos resumir, si es que se puede, la historia de “Los amantes pasajeros”? Cada espectador lo hará de una manera diferente, eso está claro, pues, como ya dijo Almodóvar una vez, una película vista por mil personas distintas se convierte en mil películas distintas, y todas ellas válidas, pero yo me voy a aventurar a hacer una breve sinopsis absolutamente personal: Un conjunto de personajes privilegiados que han hecho de la mentira, del engaño, de la estafa y de la simulación su estilo de vida –tanto desde el punto de vista personal como profesional- se ven obligados, en medio de un ambiente cabaretero y desenfadado, lleno de alcohol, sexo, drogas y música dance (a falta de rock & roll), a revelar todos sus secretos y miserias ante los demás por culpa de la situación de crisis que se desata en pleno vuelo. Mientras tanto, la clase turista –el pueblo llano-, viaja narcotizada, inconsciente, sin enterarse de nada de lo que ocurre y sin posibilidad alguna de protestar. Creo que la metáfora es clara y contundente ¿Qué ha ocurrido en España desde hace años? Exactamente lo mismo. La crisis, en un principio económica y luego social, política e institucional, ha destapado las vergüenzas, las corruptelas, las mentiras y los engaños de la clase política, del poder económico y financiero, de la institución monárquica, de los medios de comunicación, del régimen del 78 en general. Almodóvar consigue que su película conjugue el pasado y el presente de nuestro país y, dependiendo del ángulo desde el que se observe, podremos entender que nos estará hablando de uno, de otro o de ambos al mismo tiempo. Lamentablemente no son tan diferentes. Cuando Martin Scorsese estrenó “El lobo de Wall Street” casi todo el mundo pareció comprender que el alcohol, las drogas, el sexo y el desenfreno general (incluida, como por casualidad, una orgía a bordo de un avión) simbolizaban los excesos de las élites económicas y financieras que habían llevado a tantos países al desastre. Es curioso que Almodóvar haga exactamente lo mismo (y que conste que él lo hizo bastante antes), enfocándolo en nuestro propio país, pero nadie parezca darse cuenta de lo que realmente quiere contar y sólo vean un retorno bastante poco inspirado a la comedia picante de principios de los 80. Más bien al contrario, los guiños a la realidad social y política españolas del 2000 son casi constantes. Desde el operario del aeropuerto que tras ser arrollado por una compañera tiene más interés en contar en las redes sociales lo que le ha pasado (“¡¡Me estoy desangrando vivo!!” escribe mientras unas gotas de sangre caen sobre la pantalla del teléfono móvil) que en acudir a la enfermería a curarse, pasando por el sobrecargo que decide contar la vida privada de unos y otros para, tal y como le habían pedido unos minutos antes, distraer a los pasajeros que irrumpen en la cabina del avión exigiendo explicaciones (“¿Y para despistarles tienes que hablarles de mi vida privada?” “Fue lo primero que se me vino a la cabeza y funcionó”), hasta los dos pilotos que dirigen la nave, en apariencia diferentes (“No, señorita, yo soy hetero” le dice Benito a Bruna cuando, tras desvelarse la bisexualidad de su compañero, ella pregunta por su orientación sexual), pero que en realidad son exactamente iguales, como se desprende del último diálogo que mantienen en la cabina antes del aterrizaje de emergencia, ese en el que Alex le echa en cara que, aunque vaya por la vida negando lo que es, en realidad ambos son del mismo pelaje, tanto que, cuando nadie los ve, incluso se lo montan juntos. El clasismo, los excesos de las élites, las mentiras constantes de la clase política, las distracciones a las que nos someten los medios de comunicación para que no nos preocupemos de lo realmente importante o para que, como le dice Fajas al señor Más “no pensemos”, el desprecio de los de arriba ante el sufrimiento provocado por el desastre económico y social (“Alba ha estado a punto de tirarse por el viaducto y tú bebes para celebrarlo” / “Ya la ha visto, la madre, está más preocupada por lo que le ocurra a la casa Dior que lo que le ocurra a la hija”), la indiferencia ante las protestas sociales (“Norma quiere protestar oficialmente” “Que lo haga por escrito” “Ya se lo he dicho yo, pero dice que quiere un impreso oficial, que si lo escribe en un folio normal después nos limpiamos el culo con él” “Y tiene toda la razón”), o incluso la represión violenta a todos aquellos que se niegan a dar su brazo a torcer ante esta estafa generalizada mal llamada crisis (el sicario mexicano abofeteando a Norma cuando ésta se niega a creer la versión oficial del accidente que ha provocado la avería en el tren de aterrizaje “Esto es un atentado. Vienen a por mí”), el control absoluto de los poderes económicos en las cuestiones de Estado (“Tengo título de piloto y creo que podría echarles una mano” dice el banquero colándose en la cabina del avión cuando todo el mundo se ha marchado), el desapego y desconfianza de las nuevas generaciones ante las mentiras de las élites políticas y financieras que tanto sufrimiento han provocado (“Para una vez que le digo la verdad no me cree” “Le ha mentido usted mucho ¿verdad?” “Mucho”/ “La conocí” “¿A Alba?” “La vi entrando en la ambulancia y me dio terror pensar que yo podía acabar como ella” “Tú no vas a acabar como ella” “Pero debo tener cuidado”) contrarrestada con esa otra juventud hedonista que parece vivir sólo el día a día, ajena a los problemas de la vida (la pareja de recién casados, carne de programas de la telebasura como “Hombres, mujeres y viceversa” o “Gran Hermano”, que viaja dormida, borracha y drogada la mayor parte del tiempo y sólo se despierta para poder seguir con la fiesta perpetúa que da sentido a sus vidas), la bacanal económica, construida sobre el abuso de las clases populares, de la que sólo unos pocos privilegiados se han beneficiado (la orgía sexual en la clase business que culmina con la violación de un pasajero drogado de la clase turista), etc., etc., etc. Todo está en “Los amantes pasajeros”. “En este viaje va a ocurrir algo muy gordo que nos afectará a todos” dice Bruna al principio de la película pronosticando lo que va suceder en las horas siguientes. Si lo reflejamos en la realidad de nuestro país es evidente que ese “algo” es la crisis económica e institucional que ha dejado el panorama social y político hecho unos auténticos zorros y que, en mayor o menor medida, nos ha mordido a casi todos hasta hacernos sangrar (“También he visto sangre humana” “¿Sangre?” “¿Va a morir alguien?” “No, yo no he dicho eso… pero habrá sangre”). La realidad social y política española es de todo menos graciosa. Quizá por eso el tempo de “Los amantes pasajeros” es más característico del drama que de la comedia, porque bajo ese barniz colorista que tan bien define la estética almodovariana se oculta la desesperación de un país entero que, como Ruth, el personaje de Paz Vega, ha sido empujado al borde del abismo (así llama la portera interpretada por Carmen Machi al viaducto de Segovia) por culpa de las mentiras y las estafas de los poderes políticos y económicos. Quizá por eso “Los amantes pasajeros” esté condenada a ser una comedia triste, desganada, sin ritmo ni gracia, porque refleja un país deprimido que ha perdido demasiado tiempo riéndose de cosas que, en el fondo, no tenían ninguna gracia. Como se suele decir, un pueblo culto es un pueblo libre, un pueblo inculto es un pueblo fácil de engañar. Quizá la mentira, el tema capital de la película, haya calado tan hondo en la sociedad española porque hemos estado demasiado distraídos como para poder ver que anidaba en nuestro seno desde hace ya muchos años. “Los amantes pasajeros” es una película que no tiene miedo de resultar absurda con las idas y venidas de sus personajes, con la falta de estructura interna de su historia, incluso con varios defectos de postproducción (cortes de montaje imposibles, malas mezclas de audio que obligan a subtitular algunos diálogos…) pues representa un país igualmente absurdo y cutre en el que los políticos se encomiendan a Vírgenes y Santos para salir de la crisis (Fajas y su pequeño altar portátil), se culpabiliza y se hace pagar a los ciudadanos el coste de la debacle económica provocada por la avaricia del sector financiero y se recortan los derechos sociales de los ciudadanos mientras se regala dinero a la banca o se construyen autopistas sin coches, hospitales sin médicos ni pacientes o aeropuertos sin aviones. “¿A ustedes qué les hace pensar que algo de esto es gracioso?” espeta con furia el señor Más a uno de los azafatos tras el número de cabaret, recogiendo en su frase el sentir de toda una audiencia que no entiende cómo la última comedia de un director particularmente dotado para ella a duras penas hace reír. La respuesta a la pregunta del banquero a la fuga, y por extensión a la del propio Almodóvar, que para algo la ha escrito, es muy sencilla: nada. El humor se ha ido (quizá nunca estuvo aquí) y ya sólo quedan los endebles cimientos de un país que se construyó sobre engaños, espejismos y arenas movedizas. A pesar de todo, y como última concesión al género de la comedia, Almodóvar se ve obligado a darle un final feliz a su película “Siento que llegábamos a un lugar blanco, como una nube, un lugar donde todos éramos mejores y no existía la mentira” dice Bruna adelantándonos el desenlace de la historia en los primeros minutos de metraje. El director parece querer convencerse a sí mismo de que la crisis de España, el desvelamiento de las mentiras y la corrupción generalizada que nos han hecho darnos cuenta del tipo de país en el que vivimos, tiene que provocar de manera forzosa una mejora generalizada del estado de las cosas, un nuevo modo de hacer política y de administrarnos como sociedad. No sé si lo cree realmente o si el happy end obedece sólo al género al que parece adscribirse “Los amantes pasajeros”, pero en cualquier caso, y siendo conscientes de que el mensaje apenas ha calado en una audiencia que no ha sabido (o no ha querido) ver más allá del diálogo procaz, obsceno y del amaneramiento de sus tres maestros de ceremonia, Pedro Almodóvar ha elaborado en su última película un retrato en absoluto amable de nuestra península, una sátira amarga, de colores vivos y personajes disparatados, pero entristecida en el fondo, que intenta advertir que, o cambiamos de rumbo, o quizá en el próximo aterrizaje de emergencia el avión se rompa en tres partes al tocar la pista. O, como diría Bruna, “explotamos, que esa es otra”.

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