Ha habido muchos besos en la historia del cine. Es un recurso narrativo en sí mismo. Consagran historias de amor, sellan traiciones, ensalzan amistades, adornan el adiós, predicen la desgracia, cierran historias, y a veces las abren, se ofrecen, se imploran, se recopilan, se niegan, se imaginan, se lamentan. Los hay puros y castos, los hay tímidos, apasionados, sin vida e incluso impúdicos. Hay besos que se ven venir y otros que nunca terminan de llegar. Los hay que agobian y otros que dan paz. Puede que el cine no haya inventado el beso, pero me parece que ha ayudado a que éste sea esencial en nuestra forma de narrar.
Es un recurso tan valioso, que tal vez por eso fue una de las primeras cosas que se filmaron. Mientras los hermanos Lumière rodaban la muda y aburrida llegada de un tren a la ciudad, un desconocido William Heise rodaba un beso en la Black Maria para Edison, algo teatral y, diría, casi rebuscado, entre dos actores entrados en años y kilos, May Irwin y John Rice. Fue un escándalo, y la Iglesia lo calificó de chocante y obsceno y contribuyó, como siempre lo ha hecho, a dar a la película una publicidad inestimable.
A finales de los años 20, la producción cinematográfica se disparó, con algunos cines cambiando sus programaciones hasta cuatro veces por semana. Las salas de cine luchaban por captar la atención del público construyendo edificios cada vez más grandes, espectaculares y lujosos. Algunos emularon pirámides, otros palacios griegos e incluso pagodas budistas, como el famoso Teatro Chino de Grauman en Los Ángeles. Algunos contaban con orquestas para más de cien músicos, y otros, como el Teatro Roxy de Nueva York, incluso contaban con su propio hospital y, además, presumían de ello en su publicidad.
Se necesitaban más y más reclamos para atraer a un público ansioso de historias y sueños. Y fue en este contexto que un pequeño y modesto estudio de cine, la Warner Brothers, lanzó en 1927 la que sería la primera película comercial con sonido: The Jazz Singer. ¡Las películas hablaban! Aunque ya se habían hecho numerosos experimentos de sincronización de la imagen y el sonido, algunos de ellos con mucho éxito, no eran más que anécdotas pasajeras. Ahora el cine sonoro llegaba para quedarse. La inversión que los propietarios y los estudios tenían que hacer para dar el salto al cine sonoro era enorme, pero valía la pena arriesgarse para no quedarse atrás en la carrera por seducir a una audiencia que demandaba nuevas experiencias cada día.
El cine sonoro marcó el fin de una era y este año, el 27, pasará a la historia por ser el pistoletazo de salida. Sin embargo, la película que abandera un hito tan notable, The Jazz Singer, es de calidad muy cuestionable. El uso del sonido es bastante torpe, el guión es pésimo y las actuaciones son muy prescindibles. Pero la llamada de la revolución del sonido resonó en Hollywood y lo eclipsó todo, incluso la última de las películas épicas del cine mudo: Wings, Alas en español.
Wings ganaría ese año un premio otorgado por primera vez por un puñado de personalidades de Hollywood. Aquel grupo de actores, productores, directores y guionistas se llamaron a sí mismos Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas y al premio, algún tiempo después, lo llamaron Oscar.
La película cuenta la historia de dos jóvenes, uno rico y otro de clase media, que se enamoran de la misma mujer y se convierten en pilotos de caza en la Primera Guerra Mundial. El director, William Wellman, se basó en su propia experiencia de combate con los aviadores franceses de la Legión Extranjera de la Primera Guerra Mundial, incluyendo el ser derribado por fuego antiaéreo, para dramatizar esta historia de los dos pilotos, Jack Powell y David Armstrong. Por esa misma razón, no escatimó en gastos disparando el presupuesto a 2 millones de dólares, lo que la convirtió en una de las películas más caras de su tiempo. Ninguna película ha intentado representar a tan gran escala, o con tanta verdad, el papel desempeñado por los aviones en la guerra. Incluso hoy en día, las secuencias de vuelo son un verdadero desafío para los efectos especiales. Esto por sí solo ya es una buena razón para verla.
Clara Bow es la actriz principal y Charles Buddy Rogers y Richard Arlen, ambos prácticamente desconocidos en ese momento, interpretan a los amigos. Clara Bow, la mayor estrella de Paramount en ese momento, había estrenado la película It unos meses antes, donde encarnaba a una valiente vendedora, y tal fue el éxito que se ganó el sobrenombre de The It Girl. Si los años 20 fueron la década más loca de todas, Clara Bow fue su principal sex symbol. Su mera presencia en una película aseguraba a los inversores un retorno de su inversión, incluso con probabilidades de recuperar dos a uno, una ganga sin duda. Cabe también mencionar que un jovencísimo Gary Cooper, con tan solo 26 años, aparece en un pequeño papel interpretando a un cadete sarcástico, que sin duda ayudó a lanzar su carrera en Hollywood. Muere media escena después. Spoiler.
Pero la verdadera estrella de la película es el asombroso espectáculo aéreo: la lucha en el cielo sobre los campos de batalla, capturando una gran sensación de euforia en el aire, realismo sin adornos que separa a Wings de tantas películas de acción cargadas de efectos especiales. El director presenta la guerra como debe ser presentada en verdad, como una vorágine de sangre y horror, para que la gente que la vea se horrorice ante su crueldad y derroche. Las secuencias aéreas están magníficamente coreografiadas, algunas de las más emocionantes que he visto nunca, con vuelos acrobáticos hábilmente fotografiados. Rara vez han sido superadas esas secuencias. E igual de notables son las secuencias de guerra en tierra, en particular aquella de la trinchera que se derrumba con consecuencias devastadoras.
Es el momento de volver a recordar que estamos ante una película de 1927.
Podríamos decir sin exagerar que es, de hecho, una obra maestra de la producción bélica; paradójicamente no es ni única, ni especialmente artística, pero, sin duda, una película excepcional de la que parecen haber derivado todas las demás en su género.
La contextualización temporal es apasionante: hablamos de la Primera Guerra Mundial cuando aún no había una Segunda Guerra Mundial, y tan sólo ha transcurrido una década, con las heridas aún abiertas y el trauma del conflicto aún acechando en el aire.
Wings fue una de las películas más taquilleras de la era del cine mudo, por el mismo motivo por el cual una película generalmente se convierte en un gran éxito de taquilla: un espectáculo que te deja sin palabras y con personajes y temas muy sencillos, pero sobre todo con mucho entretenimiento.
Una de las razones de su clamorosa popularidad fue el entusiasmo del público por la aviación tras el vuelo transatlántico de Charles Lindbergh a bordo de The Spirit of St. Louis. Lindbergh fue el primer hombre que pudo hacer un vuelo sin escalas de Nueva York a París. Eso sucedió pocas semanas antes del lanzamiento de Wings.
La película tiene dos caras. Lo que sucede en el aire y lo que sucede en tierra. Como dijimos, el espectáculo aéreo te dejará sin aliento. Algo muy diferente de lo que sucede cuando los aviones aterrizan y los chicos se quitan sus gafas de aviador: en tierra la película se mueve con dificultad. Sin duda estorban tantos estereotipos, una mezcla de melodrama, romance sentimental y comedia desmañada que no acaba de despegar. Sin embargo, las actuaciones son al menos decentes, y el resultado final es satisfactorio. Ojalá la trama y las actuaciones hubieran sido tan emocionantes como las secuencias aéreas. Wings nace de una época en la que estaba bien ser desgarradoramente emocional en todo momento. Los ritmos son más pronunciados, y la actuación es exagerada, pero no necesariamente resulta artificial.
Al igual que hemos dicho que ejerció una poderosa influencia en el género, parece haber dejado también su impronta en los premios Oscar. Wings es exactamente el tipo de película que la Academia de Hollywood aún ama hoy en día. Unos las llaman épicas y emotivas, otras las llaman caras y tontas.
Los Oscars raramente son justos. Ese año Wings desplazó a la película Sunrise, Amanecer en español, del director alemán F. W. Murnau, que, a pesar de ser una de las mejores películas de todos los tiempos, sólo recibió un amable premio de consolación por su «Calidad artística», un premio que nunca más se concedió. Se anunciaba ya el verdadero propósito de los Oscars: premiar la interrelación entre el arte y el éxito, lo que mejor hace Hollywood, dicho sea de paso. Ganar un Oscar puede arruinar una película, y el agravio comparativo que arrastrará Wings frente a Sunrise para siempre ha sido su suerte y su maldición. Por un lado, Wings nunca cayó en el olvido a pesar de la agitación que el cine sonoro estaba a punto de producir, y que arrastró a tantas películas y artistas. Por otro lado, es injusto confrontar el denso e intenso drama psicológico de Murnau con la epopeya aérea de Wings.
Wings no es una película antibélica y fue apoyada desde el principio por la Administración de los Estados Unidos con la condición de que proyectara una imagen positiva de las Fuerzas Aéreas, haciendo así hincapié en la camaradería y el heroísmo. Adopta el punto de vista de que la Gran Guerra es un buen momento para que los hombres pongan a prueba su temple, hagan un último sacrificio y se lloren unos a otros. Es una película sorprendentemente masculina; tan cómoda en su militarismo y en su homenaje a la masculinidad que no duda en presentar un ejemplo temprano, si no el primero, de un beso entre hombres, como una realidad profundamente emocional que es parte de la gloria de la guerra.
En un puñado de tomas impecables que muestran la tragedia de perder a un ser querido en el campo de batalla, el tono no es tanto «este es el terrible coste de la guerra», sino «a veces los hombres buenos deben dar su vida por la victoria». La imagen de Buddy Rogers y Richard Arlen abrazados, acariciándose el pelo, acercando sus rostros a pocos centímetros el uno del otro, lleva el sello de la verdad. Cuando se estrenó la película, nadie levantó una ceja al ver la escena, en parte porque los besos en las trincheras fueron muy comunes durante la Primera Guerra Mundial. Las cartas y las historias de batallas de esos días están salpicadas de historias de soldados besándose, abrazándose y bautizándose mutuamente con apodos cariñosos. La guerra logró romper los límites tradicionales de la intimidad emocional y física entre los hombres, permitiendo a los soldados formar relaciones que iban más allá de lo permitido en casa. Aunque nos sorprende hoy en día, esa escena de Wings ni siquiera causó revuelo en la América de los años 20.
Es más, la película originalmente versaba únicamente sobre los dos hombres. El guion fue reescrito por los guionistas Hope Loring y Louis D. Lighton a partir de una historia de John Monk Saunders para acomodar a la actriz Clara Bow. Bow incluso llegó a afirmar tras ver la película que ella no era más que la nata de la tarta. Tal y como afirma el escritor Kevin Sessums, los chicos «muestran tanto amor por ella… como lo hacen el uno por el otro». Sin duda, como dijo el propio director Wellman la película está dedicada «a esos jóvenes guerreros del cielo cuyas alas se pliegan a su alrededor para siempre».
No obstante, es inútil intentar hacer una lectura homoerótica de la historia. Los jóvenes, muestran honestamente su amor el uno por el otro. El breve instante justo antes del fatal desenlace, en el que Jack se abalanza sobre David y le besa la comisura de la boca, no es más que la más pura expresión de la compasión de la vida por la muerte.
El cuadro nos ofrece una suerte de Pietà, en el que Buddy Rogers se postra, mostrando emotivamente un gran amor al tiempo que muestra un temor reverencial. La composición del plano es piramidal, y el vértice superior coincide con la cabeza de Buddy Rogers. A la izquierda está la cabeza de Lighton, que mira a su amigo. Aunque hay varios cambios de plano en los que el ángulo de la cámara varía, la composición fotográfica no se pierde. La vida en la parte superior, la muerte en la parte inferior. Las heridas de guerra se limitan a marcas muy pequeñas. El rostro de David no revela signos de daño, apenas un hilo de sangre que corre por su mejilla. Por un momento creo que el director no quería representar la muerte tanto como una visión espiritual de desamparo y el semblante sereno del hombre que muere, una unión espiritual entre los dos hombres, la representación viva de un corazón que aún late.
En ese momento, tras escuchar la palabras de exculpación de David, “Tú no me disparaste, Jack. Derribaste un avión Heinie. ¿No lo ves?”, Jack le besa con decisión: la culpa ha sido expiada, el daño restablecido. El amigo ya puede marchar. Un dona nobis pacem, que nos recuerda a la cantata de Vaughan Williams. Al mismo tiempo la escena es observada por una mujer que sostiene un niño, Stabat Mater dolorosa, un anticipo del fatal desenlace. El luto y el sufrimiento en el rostro de la mujer son el contrapunto a los deseos de vivir de los jóvenes amigos.
Nuestros personajes no dejan su masculinidad de lado ni por un momento, es más, y esto es lo que no deja de sorprendernos de la escena, incluyen en su discurso narrativo el componente del beso con libertad, normalidad y autonomía, de manera abierta y vulnerable. Consideramos que el hombre heterosexual a menudo establece poca conexión interna con su cuerpo, que el cuerpo tiene que supeditarse a la mente y que debemos ejercer un control riguroso sobre ella. Sin embargo, mostrar vulnerabilidad no tiene por qué ser un signo de debilidad, no tiene por qué poner en riesgo el sentido mismo de la identidad masculina, sino que puede ser una señal de fortaleza.
Como ya hemos dicho antes, esta escena no tuvo ninguna controversia particular en su momento. No atrajo la atención de nadie, y nadie se escandalizó ni se ofendió. Si eso es así, ¡qué mal lo hemos hecho a lo largo de este tiempo! ¡Qué gran abismo nos separa! La cultura racionalista ha despojado a la masculinidad de su expresión emocional, convirtiéndola en una amenaza que puede alterar y perturbar la forma en que hemos aprendido a pensar en nosotros mismos.
Es evidente que hay formas muy diferentes de mostrar amor y que dichas formas están construidas social e históricamente. El miedo a la muerte, los horrores de la guerra, la pérdida del amigo desnudan las emociones de los jóvenes soldados. La brecha entre lo que sienten por dentro y la forma en que se muestran uno frente al otro se estrecha hasta desaparecer, sin miedo a la intimidad y al contacto, sin miedo al ridículo o el desprecio. Los jóvenes desprovistos de ninguna barrera que frene sus emociones se muestran más valientes que la falsa valentía de la masculinidad que atenaza a nuestra sociedad actual.
Los hombres también lloran, tenemos que repetirnoslo a menudo. Necesitaríamos borrar el espacio que hemos creado entre nuestras emociones y nuestras acciones, estar más dispuestos a explorar diferentes facetas de las experiencias, en lugar de negar las emociones y sentimientos que consideramos inaceptables porque no encajan con la racionalidad que hemos establecido para nosotros mismos. Esto sólo hace que permanezcamos ignorantes de lo que nos pasa por dentro… Nos persigue la idea de que no somos capaces de amar, tratando de demostrar permanentemente que los hombres son hombres, distorsionando el lenguaje y las acciones como medio para defender esa imagen. El hombre teme al amor precisamente por la falta de control sobre sus propios sentimientos.
Cerrar la puerta a nuestras emociones, esconderlas porque las consideramos vergonzosas, sólo niega nuestra naturaleza más íntima. Cuanto más abierto esté el hombre a reconocer sus propias emociones, mayor espacio emocional dispondrá, más en libertad se encontrará, en definitiva. El hombre no debería ser víctima de sus propias emociones. El hombre que verbaliza o expresa lo que siente no compromete su identidad masculina. Al contrario, la dignifica.
El beso de Wings eleva la amistad de los jóvenes soldados a un plano inalcanzable hoy en día, y eso lo hace tan atractivo para nosotros que intentamos ver retorcidos triángulos amorosos, subtextos, guiños,… burdas justificaciones a un gesto puro y espontáneo, lleno de bondad y amor: un beso.
Pero la verdad asoma en otros muchos instantes. Wings es una de las primeras películas comerciales en mostrar desnudos, como los de la oficina de alistamiento donde los jóvenes soldados se someten a los exámenes físicos. O los pechos de Clara Bow mostrados por un segundo durante la escena del dormitorio en París cuando la policía militar irrumpe mientras ella se cambia de ropa.
Desde el punto de vista técnico, es sorprendente el recorrido que hace la cámara por las mesas de El Café de París, hasta llegar a Buddy Rogers, que bebe champán en un notable estado de embriaguez. La borrachera que se muestra en la pantalla es real. Aunque Buddy tenía 22 años, nunca había probado el alcohol, y cuando lo probó se puso ebrio enseguida.
La verdad está ahí delante. Los jóvenes corazones corren libres, dice la canción.
En 1997, Wings fue escogida para ser conservada en el Registro Nacional de Películas de los Estados Unidos en la Biblioteca del Congreso por su «importancia cultural, histórica y estética», además de ser reestrenada en los cines coincidiendo con su 85º aniversario en 2012. La película se reestrenó para su 90º aniversario en 2017. El Archivo de la Academia de Cine restauró Wings en 2002.
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