El siguiente proyecto comenzó por encontrar otro texto de terror clásico: Frankenstein de Mary Shelley. Nuevamente, Laemmle Jr. ponía sus ojos en la adaptación teatral de la novela, avalado por el éxito cosechado en Nueva York y Londres. Siguiendo el mismo patrón en la producción y a pesar de ser del mismo año, el producto final fue radicalmente distinto a Drácula: un guión más dinámico, unos diálogos más fluidos, un director de procedencia teatral (frente a Browning, quien venía de hacer cine mudo) mejor adaptado a las nuevas demandas del cine sonoro y en definitiva, un film de mejor factura.
James Whale, director que ya había cosechado un éxito para la Universal con El puente de Waterloo, aceptó el proyecto interesado por la magnitud del mismo y por no querer ser encasillado como realizador de películas bélicas. Su experiencia vivida en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, le convertían en el director idóneo para una película que, como Van Sloan describe en la advertencia previa al film, trata de «los dos grandes misterios de la creación: la vida y la muerte».
La elección del actor volvía a ser un punto delicado para los mandamases del estudio, sobre todo cuando Lugosi, la opción lógica después del éxito de Drácula, rechazó el papel por considerarlo poco elegante tras las pruebas de maquillaje. Boris Karloff era un oscuro actor secundario, especializado en villanos, cuyos rasgos faciales fascinaron a Whale, quien rápidamente comenzó a elaborar sus bocetos a partir de su cara, inspirándose en El Golem de Paul Wegener. El resultado final del tándem Whale-Pierce, el maquillador, constituye uno de los más fascinantes iconos del siglo XX.
Si Karl Freund se mostró habilidoso en los movimientos de cámara, Arthur Edeson, el encargado de la fotografía, demuestra auténtica virtud. Whale no encuentra límites en los travellings: la cámara va de un lado a otro de la habitación, atraviesa muros y paredes, asciende y desciende acompañando la maquinaria del doctor. Edeson se muestra más cercano a los cánones fotográficos americanos que Freund, esto es, menor contraste, menos juegos de sombras, menos efectista tal vez, introduciendo lo que iba a ser la iluminación clásica de la época.
Donde sí se puede apreciar cierto aire expresionista es en la escenografía, que corre a cargo del ya mencionado Charles D. Hall, que repite puesto tras Drácula. La atalaya donde se ubica la sala de máquinas del doctor y las escaleras de acceso a la misma recuerdan la puesta en escena de El Gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene. El mismo laboratorio remite al de Metrópolis de Fritz Lang, ambos decorados representantes de la nueva era, donde la vida no procede de la brujería, sino de la electricidad.
Al igual que su antecesora, el código Hays causó estragos en el metraje: de los veintiún crímenes del guión sólo diez llegaron a la pantalla, aunque fueron los mismos Karloff y Whale los que suprimieron la secuencia de la niña en el lago. Se quedaría también sin ver la luz la célebre frase de Henry “Ahora sé lo que se siente al ser Dios” o el plano trivial de la inyección que el profesor Waldman utiliza para calmar a la bestia.
El resultado fue un nuevo éxito en la taquilla, aun mayor que el de Drácula. Karloff se consagró como el nuevo Lon Chaney de la Universal. Pero objetivamente, el guión, aunque posee secuencias memorables, lastra ciertas deficiencias en cuanto a la definición de los personajes. Así mismo, el final de la obra original se ve trastocado por la demanda de un Hollywood que exigía finales felices, como si el público necesitara ver que sólo lo bueno perdura y que las aguas siempre vuelven a su cauce.
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